Comentario
A la altura de septiembre de 1944, los aliados, tras el desembarco en Normandía, pudieron tener la impresión de que el final de la guerra era inminente. El aparato productivo propio funcionaba a pleno rendimiento, el predominio aéreo resultaba incontestado, un Ejército francés de nueva planta empezaba a desempeñar un papel de importancia en las operaciones militares y el peligro de los submarinos alemanes parecía haber desaparecido del horizonte (en el mes de octubre sólo un barco aliado fue hundido por ellos). Después de la ofensiva de Patton rompiendo el frente adversario en Normandía, se había demostrado que la gran maniobra, estilo "Guerra relámpago", también resultaba posible para las tropas norteamericanas, cuya capacidad combativa había sido considerada inferior hasta el momento.
Avanzando hacia el corazón de Alemania, hubo un momento en que los aliados se encontraron con un frente muy abierto donde nadie se les enfrentaba. El importante puerto de Amberes pudo ser tomado sin dar tiempo a su destrucción. En el caso de que los aliados hubieran proseguido sus avances con decisión y la situación de su adversario no hubiera cambiado, quizá hubieran llegado a adelantar un cuatrimestre el final de la guerra y, en los meses finales del conflicto, ciudades como Berlín y Praga habrían podido caer en sus manos y no en las de los soviéticos. De cualquier modo, se habría evitado la pérdida de medio millón de hombres.
Sin embargo, en torno a septiembre se produjo una detención en el frente Oeste que, como veremos, tuvo un estricto paralelismo en el Este. Una primera razón reside en un factor imponderable que deriva de la logística y los aprovisionamientos. Los anglosajones no pudieron utilizar el puerto de Amberes, porque las bocas del Escalda seguían en manos enemigas y muchos puertos de su retaguardia estaban en manos de los alemanes o habían sido destruidos por completo. Resulta también cierto, sin embargo, que las tropas británicas y norteamericanas exigían unos aprovisionamientos que no admitían comparación con las de los demás beligerantes.
Pero se manifestó también un titubeo con respecto a la estrategia general de las operaciones anglosajonas. Patton, en el centro del frente, hubiera querido proseguir las operaciones con decisión y agresividad. Montgomery, en cambio, apoyó una ofensiva desde Bélgica, donde ejercía el mando, hacia el mismo corazón de Alemania. No le faltaba la razón aunque, como veremos, la ejecutó mal. Eisenhower, que ejercía el supremo mando, siempre tendió a contemporizar diplomáticamente entre sus subordinados y a preferir los avances con ofensiva en todo el frente, lo que le proporcionaba la inmediata capacidad para imponerse con su superioridad de medios y de hombres. Una tercera razón para que el avance se hiciera difícil reside en el hecho de que los alemanes, que en las operaciones del verano experimentaron bajas superiores a un millón de hombres, consiguieron reorganizarse en un tiempo muy reducido. Las nuevas armas en realidad no proporcionaron elementos para la defensiva, debido a la abrumadora superioridad aliada -aviones- o a la práctica imposibilidad de tiempo para emplearlas, en el caso de los submarinos.
En Alemania, lo decisivo fue una movilización a ultranza que se explica por la carencia de oposición, una vez liquidado el intento de golpe del pasado mes de julio, y por el papel creciente de los elementos más radicales del nazismo. En este momento, desempeñaron un papel cada vez mayor en todas las ofensivas las unidades de las SS, organizadas incluso en divisiones. Otro factor que explica el haber podido movilizar a la totalidad de los varones de los dieciséis a los sesenta años -en unidades denominadas Volksturm- radicó en el miedo al adversario, en especial a los soviéticos, temor que por desgracia, se vio justificado. Finalmente, el empleo de procedimientos brutales, como la ejecución de los desertores o el procesamiento de los generales que se rindieran, contribuyó también a mantener sin fisuras el frente civil. Pero, aunque no hubiera un desmoronamiento total, el aplastamiento de las comunicaciones y la ausencia radical de combustible concluyeron, finalmente, en una parálisis total del Ejército alemán.
Éste, sin embargo, todavía en los últimos meses de 1944 proporcionaría sorpresas inesperadas y muy negativas a sus adversarios. En el frente del Oeste, tras los avances espectaculares del verano de 1944, se produjo una cierta parálisis de los aliados. Montgomery no supo o no pudo proseguir su avance desbordante hacia el centro de Alemania. Tras detenerse durante algunas semanas, lanzó un ataque aerotransportado hacia Arnhem, pero resultó un fiasco muy costoso en bajas. Los meses siguientes, hasta finales de año, fueron empleados en despejar de enemigos las bocas del Escalda para hacer accesible el puerto de Amberes y comenzar las operaciones en torno a la antigua Línea Sigfrido, que había vuelto a convertirse en la línea defensiva alemana.
A mediados de diciembre de 1944, se produjo, sin embargo, una nueva ofensiva alemana. Fue una sorpresa completa y total, en parte porque los aliados estaban convencidos de que el adversario no tenía capacidad de reacción, pero también porque los alemanes cuidaron por completo sus comunicaciones, de modo que la información aliada, siempre mucho mejor, no pudo en este caso traducirse en el terreno práctico. Días antes, Montgomery había escrito a Eisenhower dando por supuesto que los alemanes estaban a la defensiva y pagando las cinco libras de una apuesta sobre la fecha final de la guerra (el inglés había afirmado que se produciría antes de fin de año).
La operación había sido planeada en exclusiva por Hitler con unas pretensiones desmesuradas. El Führer, que siempre tuvo una pésima opinión militar sobre los norteamericanos, juzgó que, con un ataque en Las Ardenas, le resultaría posible arrojarlos al mar para luego volverse contra los soviéticos. En cierto modo, se trataba de repetir el ataque que le había dado la espectacular victoria de mayo de 1940. Las circunstancias, sin embargo, eran muy diferentes cuatro años y medio después. Los alemanes carecían de aviación suficiente para, siquiera, competir con el adversario aliado y por ello atacaron con un tiempo pésimo, para evitar la presencia de aviones enemigos. Fue algo que luego se volvió en su contra cuando el suelo se convirtió en barro. Además presumían, careciendo de combustible, de que se lo arrebatarían al enemigo, lo que hubiera sido dudoso en cualquier caso y se demostró por completo injustificado en la práctica. Aunque la penetración fue brillante, durante algún tiempo los norteamericanos, que tenían a su favor una moral de victoria a la que les llevaba el apenas haber recibido verdaderas derrotas, resistieron en Bastogne y finalmente los alemanes debieron retroceder. De nuevo, Montgomery desaprovechó la ocasión para estrangular la bolsa enemiga. A los pocos días, una nueva ofensiva alemana en Alsacia tuvo parecido resultado. El número de bajas de cada uno de los adversarios en Las Ardenas fue semejante, pero lo decisivo fue que Alemania había liquidado en este ataque unas reservas de las que ya careció en adelante. La aviación, empleada en Alsacia, no pudo ser utilizada de nuevo en ofensiva.
En el frente Este, no se produjo una ofensiva alemana, con la excepción que citaremos más adelante, pero medió también una enorme distancia psicológica entre el principio de las operaciones durante el verano de 1944 -en las fechas aproximadas del desembarco de Normandía- y el fin de este año. La ofensiva soviética -"Operación Bragation"- se inició en la tercera semana de junio, con un impresionante despliegue de seis millones de hombres. Ayudado por los guerrilleros -y también por la sorpresa- el Ejército Rojo avanzó como un rodillo en dirección al Vístula haciendo, como mínimo, un tercio de millón de prisioneros. En la península de Curlandia, en Letonia, quedó un grupo de divisiones alemanas destinado a proporcionar un control de las orillas del Báltico que se imaginaba imprescindible para que los submarinos alemanes -al final, carentes de toda utilidad- pudieran hacer sus prácticas. En julio, además, los soviéticos volvieron a atacar Finlandia que, a comienzos de septiembre, tuvo que pedir el armisticio. Obligada a rectificar sus fronteras a gusto de Moscú y a cederle la base de Porkkala, Finlandia debió, además, comprometerse a expulsar de su territorio a los alemanes, lo que supuso para ella muy importantes destrucciones adicionales.
Como en el caso del Oeste, también en el Este pudo dar la sensación de que el ataque iba a suponer el desmoronamiento del frente alemán, pero ello no se produjo. La detención del avance soviético pudo estar relacionada con dificultades de reorganización del sistema de transportes o con la disminución de la extensión de la línea del frente alemán; es muy posible, además, que el traslado de algunas fuerzas alemanas de primera calidad desde Italia hacia Polonia contribuyera a ese resultado. Pero no cabe duda de que otro factor de índole política contribuye a explicar el parón de la ofensiva soviética.
Desde hacía tiempo, Polonia era ya el principal motivo de discrepancia entre Stalin y los anglosajones. El Gobierno polaco refugiado en Londres no quería saber nada de una modificación de fronteras hacia el Oeste y, en principio, logró el total apoyo británico. Había tenido, además, capacidad suficiente para organizar, en unas condiciones imposibles, una guerrilla contra los alemanes aprovisionada por aire desde miles de kilómetros de distancia. Veía este Gabinete exiliado con creciente desconfianza la actitud de Stalin y su tendencia a crear una especie de Gobierno paralelo, adicto a sus intereses. En consecuencia, a comienzos de agosto, organizaron una sublevación en Varsovia, que no estuvo preparada ni coordinada con los soviéticos y que nacía del puro y simple deseo de adelantarse a una situación de hecho que diera el dominio de Polonia al nuevo invasor. Los soviéticos no acudieron al auxilio de los polacos y tampoco aceptaron que los anglosajones utilizaran su fuerza aérea para hacerlo. En estas condiciones, la sublevación fue suprimida con extrema dureza por los alemanes. Un intento semejante de los eslovacos se liquidó de forma parecida, como si el propósito de Stalin fuera conseguir que Hitler le hiciera el trabajo sucio antes de llegar a ocupar el centro de Europa. Algún historiador ha podido escribir que, de este modo, se llegó a una reedición del pacto nazi-soviético de 1939.
Al mismo tiempo, sin embargo, las operaciones militares soviéticas obtuvieron éxitos espectaculares en los Balcanes y la Europa danubiana, transformando el signo político de esta amplia región en tan sólo dos meses. A mediados de agosto, se inició el ataque soviético en dirección a Rumania, que vivió el primero de los varios cambios en la configuración de los Gobiernos que tendrían lugar en cascada a continuación. A los pocos días, el rey Miguel sustituyó al dictador Antonescu y propició una modificación radical de las alianzas que llevó al poder a partidarios de los aliados, con lo que Rumania se convirtió en beligerante contra el Eje y combatió decididamente a una Hungría que años atrás le había arrebatado Transilvania. Nada de esto le sirvió al monarca rumano, pues la situación política interna evolucionó hacia una creciente mediatización por parte de los comunistas que se hizo definitiva en marzo de 1945. La ofensiva soviética también propició un cambio de Gobierno en Bulgaria, que nunca había estado en guerra con la URSS. Este desmoronamiento del frente tuvo graves consecuencias para el Ejército alemán, pues una parte considerable del mismo quedó atrapada como consecuencia de estas dos defecciones. Por el contrario, las tropas de guarnición destacadas en Grecia y Albania fueron evacuadas hacia el Norte sin mayores problemas.
A mediados de octubre, se produjeron dos nuevos cambios en el escenario político de la Europa danubiana. Por un lado, Hitler se precavió de una posible defección de Hungría por el procedimiento de sustituir al Gobierno de este país por los fascistas locales. El golpe de Estado le sirvió, además, para conseguir acceder al único reducto que quedaba en Europa central con una importante minoría judía, que fue enviada de forma inmediata a los campos de exterminio. Además, para Hitler era esencial conservar los modestos yacimientos de petróleo existentes junto al lago Balatón. Para protegerlos, los alemanes llevaron a cabo en los últimos días de 1944 y primeros de 1945 su última ofensiva que detuvo, por el momento, la penetración de las fuerzas soviéticas.
A mediados de octubre, se había producido, también, la llegada de las fuerzas soviéticas a Belgrado, donde coincidieron con los guerrilleros de Tito. A diferencia de lo sucedido en el resto de la Europa central, donde los cambios políticos en un sentido beneficioso para los comunistas fueron impuestos por las bayonetas soviéticas, en Yugoslavia -y principalmente en Serbia- la guerrilla antialemana había llegado a tener una situación predominante, de modo que pudo llevar a cabo una revolución comunista de forma autónoma. Nada de ello se explica sin los precedentes, derivados de una durísima lucha étnica entre croatas y serbios y, sobre todo, sin la capitulación de los italianos, que proporcionó a los guerrilleros de Tito unas armas de las que carecían hasta el momento. Incluso Churchill llegó a aceptar el predominio sobre el país del futuro mariscal.
La victoria de las tropas soviéticas había sido espectacular, produciendo un amplio giro en el frente alemán. Sin embargo, en los tres últimos meses de 1944, el avance se detuvo. Serían precisos cuatro meses más para concluir la guerra en Europa.